A finales del octubre de 1982 yo estaba de vacaciones en Ibiza. En aquél momento el país estaba metido en una de las elecciones generales más importantes del posfranquismo, unos comicios en los que subirían al poder con mayoría absoluta el Partido Socialista de Felipe Gonzales y Alfonso Guerra. El hotel en que me quedaba hacía las veces del cuartel general del Partido Socialista local. Yo tenía una habitacion en la quinta planta. Una tarde salí del bar en la planta baja justo a tiempo para ver cerrar las puertas del ascensor. Antes de que se cerraran del todo yo entreví al único ocupante, un hombre que yo reconocí como uno de los miembros del equipo electoral del PSOE local.
Pulsé el botón para llamar el otro ascensor. De repente, me dí cuenta de que ya estaba esperando allí una señora inglesa de unos treinta años. La miré sin dirigirle palabra, preguntándole con la mirada: ‹¿Por qué no tomó usted el ascensor anterior cuando tuvo todas las posibilidades de hacerlo?›. Ella entendió el gesto y me dijo, «No quería compartir el ascensor con él. Sabes como son, los machos españoles.»
No le dije nada pero me pregunté por qué la pobre mujer había decidido tomar sus vacaciones en un país relleno de latin lovers que pasaban la vida soñando con la posibilidad de forzar a una inglesa en un ascensor.
Menciono este episodio sólo por destacar el grado de xenofobia que existía entre la población inglesa de aquél entonces. Para una señora, como la que me encontré aquél día de octubre hace 38 años, estas visitas al Mediterráneo suponían un serio riesgo a su honor. Y ella no era un caso aislado sino una representante de todos nosotros. Éramos una raza insular, en todos los sentidos de la palabra, recelosa y algo paranoide acerca de las intenciones de “los europeos”.
Me gusta creer que las sucesivas olas de inmigración que hemos tenido desde el final de la Segunda Guerra Mundial han ido disminuyendo nuestra aversión y rechazo a gentes de otros paises, de otro colores, de otras culturas. (Me refiero a los irlandeses, afrocaribeños, índios y paquistaníes, iraquíes, iraníes, afganos, polacos, y otros europeos orientales y mediterráneos — más o menos en ese orden). Me gusta creer que este gran flujo heterogénero ha hecho algo para aminorar nuestros estereotipos de otras culturas: la estupidez de los irlandeses, la inferioridad de los negros, el fanatismo de los musulmanes, y claro, la lujuria de los mediterráneos. Me gusta creer que la dependencia de nuestra servicio nacional de salud (NHS) de los médicos y enfermeros de otras naciones nos ha ayudado a entender que el resto del mundo se parece mucho a nosotros. Me gusta creer que nuestra adhesión temporal a la Unión Europea nos ha vuelto un poco más cosmopolita.
Me gusta creer estas cosas porque soy un privilegiado miembro de la clase media, un hombre liberal y jubilado que lleva una existencia tranquila y ya no afectada por las vicisitudes de la vida laboral. Creo que, por lo general, nuestra concepción y tolerancia de otras razas ha mejorado PERO en lo más hondo de mi alma yo dudo de que este avance tenga mucho que ver con todos los motivos que ya he mencionado.
Acabo de pasar los últimos tres fines de semana viendo partidos de fútbol en la tele, uno tras otro, y he llegado a la conclusión de que el factor más importante en la reducción del racismo en este país ha sido la afluencia de futbolistas talentosos de todo el mundo. Y punto. No nos importa un pepino que el personal médico de la NHS sea del subcontinente índio ni que la mano de obra en nuestra huertas provenga de la Unión Europea.
No. No hay nada que impresione más al público que un tío que pueda marcar un buen tanto. Se le aprecia por sus habilidades en el terreno de juego y sanseacabó. No le juzgamos ni por su color ni por su cultura. (Esto no quiere decir que fuera del terreno de juego la inmensa mayoría de los futbolistas sean unos capullos, sean como sean sus orígenes étnicos.)
Así es que la única inmigración que se celebra positivamente aquí ha sido la de los futbolistas. Y todo comenzó sobre 1982, el año en que nuestra mujer inglesa vacilaba, indecisa a la puerta de aquél ascensor ibicenco.
Antes de la década de los 80 sólo había un puñado de extranjeros que jugaban en la Premier League (en aquellos años se llamaba The First Division). A la vanguardia había un brillante par de argentinos, Ricardo Villa y Osvaldo Ardiles, que ficharon por Spurs en 1978.

Argentinos en Inglaterra 1980: Ossie Ardiles (Spurs) Claudio Maragoni (Sunderland) Alejandro Sabella (Leeds) Ricky Villa (Spurs); El Gráfico, autor desconocido
Desde entonces, año tras año, ha ido aumentando el número de foráneos hasta que, hoy en día algunos equipos constan de un 80 por ciento de ciudadanos de otros países. ¿Quién pudiera imaginar ahora un Liverpool sin el egipcio Mo Salah o el senegalés Sadio Mané o cualquiera de los otros catorce miembros extranjeros de la plantilla. ¿O Manchester United sin Juan Mata de España o el brasileño, Fred? Y así es con el resto de los clubes de la Premier League. Todos dependen de un fuerte contingente de jugadores de otros países.
Así es también con los técnicos de los 20 equipos de la Premier League. En este momento 8 de ellos son extranjeros. Hace un par de años había 16: cuatro españoles, dos italianos, un par de portugueses, un chileno, un argentino, un irlandés, un noruego, un austraco, dos alemanes, y un francés.
También hace un par de anos me llamó atención la entrevista en The Premier League Show de la BBC en que Guillem Balagué, un periodista deportivo catalán muy conocido y respetado en el Reino Unido, habló con Pep Guardiola, el técnico de Manchester City sobre la música que había sido memorable en su vida. Ambos hablaron un buen inglés y pensé que habría sido IMPENSABLE que un par de ingleses se entrevistaran en castellano en la tele española expresándose con tanto dominio del idioma.
Recuerdo que Guardiola eligió Fiesta de Joan Manuel Serrat, Your Song de Elton John, New York New York de Frank Sinatra, Hotel California de los Eagles y Don’t Look Back in Anger de Oasis, la canción que se cantaba en las manifestaciones de solidaridad que tuvieron lugar en Manchester después del atentado del concierto de Ariana Grande del mayo de 2017. La mujer y la hija de Guardiola estuvieron allí y salieron ilesas.
A todos estos futbolistas se les tiene mucho afecto. Son la auténtica cara del antirracismo. Son ellos los que han ayudado a insensibilizarnos a las diferencias aparentes y superficiales que en el pasado nos han separado. Son héroes que han sido aceptados y están aquí para siempre. Y ellos se sienten en casa.
Aún queda un largo trecho por recorrer antes de que los ingleses nos consideremos que somos miembros los unos de los otros con respeto al resto del mundo, pero me gusta creer que estamos llegando a tal punto.
…………………….Bueno, al menos en cuanto al fútbol.