Los ingleses: un caso adecuado para la terapia familiar

Imagen por scray via Wikimedia Commons

Hace unos años apareció en El País un artículo en el que la autora examinaba la costumbre británica de estar todo el día diciendo “sorry” (perdón, disculpa). Ella había leído un estudio que constató que lo decíamos una media de ocho veces al día, aunque algunos de nosotros llegábamos a hacerlo hasta veinte veces. En vez de pedir disculpas por nuestro comportamiento (no soy apologista de aspectos de nuestra cultura), me gustaría decir que se puede aprovechar de esta obsesión para fines terapeúticos.

En los años ochenta yo trabajaba en un hospital psiquiátrico de día. Nuestros pacientes no eran los psicóticos floridos que tenían que ser detenidos por su propio bien o por la protección de otros, sino los que padecían trastornos afectivos asociados con sus relaciones personales disfuncionales.

Nuestra tarea en el hospital era la de hacer todo lo posible para reducir la cantidad de problemas psicológicos que atascaban las salas de espera de los consultorios de los médicos de cabecera. Se estima que hasta un cincuenta por ciento de los pacientes que acuden al médico tienen problemas psicosomáticos y ese porcentaje tan elevado impide que el médico lleve a cabo su trabajo de curar las enfermedades más físicas. El típico médico de cabecera no dispone de las horas necesarias para entender y atender a todos los muchos pacientes que manifiestan síntomas y signos de un trastorno neurótico.

Tres terapeutas familiares: Braulio Montalvo, Salvador Minuchin y Jay Haley. Foto por Jamespkeim via Wikimedia Commons

Practicamos varios métodos de intervención en las vidas de nuestros pacientes. El más importante era la terapia familiar. Seguimos un modelo evolucionado por Salvador Minuchin, un psiquiatra argentino de origen judío-ruso, que trabajaba en EEUU durante la segunda mitad del siglo veinte. Se hizo famoso en los años setenta con la elaboración de su terapia familiar estructural que hacía hincapié en la inclusión de todos los miembros de la familia, hasta los niños. Así se incorporó un elemento democrático a todas nuestras entrevistas. Cada uno, cualquiera que fuera su edad, tenía un punto de vista válido en relación con el buen funcionamiento de la familia y la consiguiente recuperación del individuo afligido. La premisa era que todos formaban parte del problema y todos tenían que desempeñar un papel en la resolución del problema.

El papel del terapeuta era el de integrarse en los sistemas de interacción de la familia y dirigir preguntas a todos los miembros destinadas a desvelar los elementos disfuncionales. En ningún momento se abordaban directamente los síntomas del paciente identificado. Evitábamos toda discusión sobre la singularidad del llamado enfermo.

La inclusión de toda la familia era propicia a la desconstrucción de las broncas que tenían lugar habitualmente y que echaban la culpa y centraban la aflicción en uno de sus individuos. Concentrábamos en el día a día de la familia. Muchas veces nos enfocábamos en los detalles de un episodio banal que había dado lugar a una discusión fuerte pero inconclusa.

Uno de los trucos que utilizábamos era la disculpa. Mezclábamos este con una falsa sinceridad. Decíamos cosas como, “Tendréis que disculparnos por nuestra ignorancia. No tenemos la más mínima idea de lo que esté pasando por aquí. Perdonadnos, pero es muy pronto para que lleguemos a una solución.” Nos aprovechábamos del deseo patológico británico de disculparse y ser disculpado. En este país todos tenemos el derecho de pedir perdón en toda ocasión por cualquier ofensa que hayamos cometido, por leve que sea. Y es un derecho muy respetado. Y nuestras familias siempre se tragaron el cuento.

Nunca jugamos el papel del perito. Nos relegamos al mismo nivel de todos los miembros de la familia. Así se sentían más libres para decir lo que estaban pensando. Así se desataban unas discusiones a veces muy fuertes. Y nunca jamás preguntamos cuál era el problema porque si la familia hubiera sabido cuál era el problema hacía mucho tiempo que lo habría resuelto.

Nunca criticamos a nadie. Sólo reformulamos las características negativas en cualidades positivas. A un padre poco inteligente o insensible nos dirigíamos llamándole práctico, a una señora mandona podríamos referirnos a ella llamándole una buena organizadora. A un chico impertinente le llamaríamos gracioso.

Nos aprovechábamos también de una característica humana universal, la de ser muy susceptible al poder de la contra-sugerencia. Es decir, somos todos un poco rebeldes y todos tenemos una tendencia a querer hacer todo lo contrario a lo que se nos aconseje.

Pongo un ejemplo sencillo. Vino a vernos una familia que ya se había presentado en el consultorio de su médico de cabecera en muchas ocasiones. Dentro de la familia (todos acudieron a la entrevista) había una joven que parecía haber perdido el habla. Aún más, había estado en esta condición desde hacía un año. Claro que la chica no se quejaba de ningunos síntomas fisiológicos o médicos y no había sostenido ninguna lesión a sus cuerdas vocales. La familia creía que ella se había vuelto loca pero para nosotros estaba bien claro que la chica estaba sumida en un mutismo electivo (es decir que no había perdido el habla sino que había decidido que no hablaría). En la entrevista inicial nos disculpamos por no entender la situación y, dado que ya se había prolongado durante un año, predecimos que un problema que ya había durado tanto tiempo no tendría una solución rápida ni fácil y ellos tendrían que aceptar nuestras disculpas y ejercer mucha paciencia porque podría ser que nuestra intervención pudiera demorarse mucho en dar resultados. La chica estaba hablando libremente en cuestión de días.

El terapeuta nunca actuaba sólo. Las entrevistas con las familias se filmaban de modo discreto y transmitidas en vivo a un panel de médicos, asistentes sociales y enfermeros psiquiátricos que observaban y supervisaban el desarrollo de la terapia desde lejos. El terapeuta siempre llevaba un auricular por el cual recibía las observaciones, las instrucciones, las dudas y las preguntas de sus colegas.

Entiendo muy bien que en ciertos países, cuando los ingleses nos deshacemos en disculpas, solo provocamos disgustos y desagrado porque damos la impresión de ser una pobre raza de individuos pusilánimes. Por ejemplo, si lo hacemos en España nuestros «buenos modales británicos» nos resultan contraproducentes: tantos por favores, gracias y disculpas parecen ridículos al oído español. Lo hacemos con la intención de congraciarnos con nuestros anfitriones pero el tiro nos sale por la culata. Acabamos perdiendo el respeto de las propias personas a las que intentamos impresionar.

Pero, para nosotros en el equipo de terapia familiar, hace muchos años en el hospital psiquiátrico de día, la tradicional disculpa británica nos servía excepcionalmente bien.

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