
Hasta ahora no se ha escrito la historia definitiva del turismo español moderno. Cuando alguien lo haga tiene que incluir extractos del libro Voces del viejo mar por Norman Lewis, un escritor inglés que vivió un par de años en un remoto pueblo pesquero catalán a finales de la década de los cuarenta, una época antes de la llegada del turismo de masas. Lewis contrasta la inocencia del lugar con la corrupción endémica de la política local. La comarca es un microcosmos de toda la España franquista de la posguerra. Los políticos provincianos y los terratenientes campan a sus anchas aprovechando su hegemonía para hacer todo lo que les dé la gana. Lewis observa cómo inventan el turismo, apropiándose de parcelas ajenas, incautando las tierras adyacentes a la playa, y remodelando las viejas casas de huéspedes para crear los primeros y primitivos hoteles que abrirán sus puertas a los iniciales visitantes alemanes e ingleses. Lewis presencia el nacimiento de la industria turística catalana, la invención de la Costa Brava y los comienzos del proceso inexorable que culminará, en solo 70 años, en desastres medioambientales como él del envenenamiento del Mar Menor. Claro que quedaron por manifestarse la masificación de visitantes, la intensificación de la agricultura y la concentración de los bloques de apartamentos pero no tardarían mucho en producirse. Para los años 60 la industria había crecido como espuma y la suerte estaba echada. La contaminación ocasionada por la plaga del turismo “económico” del norte del continente europeo y la falta de una infraestructura local capaz de atenerse a las consecuencias era una combinación letal que pudiera acabar con la muerte del mar mediterráneo, comenzando por las albuferas de España.


En un ensayo invitado en el New York Times (12.08.21) David Jimenez escribe sobre el estado precario de la salud del Mar Menor: “La costa española está amenazada de muerte”. Es un ensayo contundente que contiene enlaces a otros artículos excelentes que explican en detalles las causas de la catástrofe.
En resumidas cuentas, el ecosistema del Mar Menor no es capaz de absorber la cantidad de fertilizantes que acaban en el mar. Ellos llegan a esta laguna salada por dos rutas. En primera instancia, vienen directamente de la escorrentía de los campos que circundan el Mar Menor. Segundo y más importante aún es la devastación causada por la salmuera descargada al mar como consecuencia de la actividad de las muchas desaladoras que suministran agua potable a la población indígena y turística. (La falta de lluvia en la Región de Murcia, los trasvases inadecuados al río Segura y la sobreexplotación de los acuíferos, hacen esencial el uso generalizado de desaladoras). La salmuera es la notoria sopa verde, el residuo que las desaladoras vierten al Mar Menor: un líquido fétido que contiene una concentración de nitratos que provoca la muerte de toda la vida marina, tanto animal como vegetal.
A fin de cuentas la designación por la Unión Europea del Mar Menor como zona especial de conservación no le ha ofrecido ni una sola onza de protección contra todo lo que la sociedad haya vertido en sus aguas. Parece que desde hace 20 años el Gobierno de La Región de Murcia ha hecho poco para cumplir con la normativa europeo de protección del medio ambiente en el Mar Menor. Las reglas ambientales no son nada si no se las hacen cumplir.
Volviendo al tema de la construcción desenfrenada que comenzó durante los años sesenta, hay un ensayo en internet por Sasha D. Pack en el que la autora señala que la legislación que pudo controlar la edificación en las Costas sí existía durante los años 60 aunque nadie se daba la molestia de imponerla:
«Construidos apresuradamente y bajo el fuerte apremio de los especuladores de tierras y de las agencias de viajes, los hoteles eran, en su gran mayoría, malas imitaciones del alto modernismo. La política económica de un turismo de alto volumen y de bajo coste no permitió la realización de una arquitectura de calidad. La venta rápida de las tierras agrícolas costeras a los especuladores inmobiliarios hizo que los precios dispararon. Como resultado de todo esto, se abandonó cualquier pretensión de crear una nueva Côte d’Azur. Muchas veces se critica al gobierno de Franco por no prevenir los horrores arquitectónicos que desfiguran las costas españolas. Sin embargo, el Régimen había adoptado leyes para el desarrollo urbanístico que obligaban la creación de espacios verdes, restringía la altura de edificios y mandaba la provisión de servicios municipales. La habitual inobservancia de estas reglamentaciones frustraron a los planificadores urbanos y las autoridades turísticas en Madrid a lo largo de los años 60. Delegaciones Provinciales continuamente informaron sobre la proliferación de construcciones turísticas que no tenían permiso de obras, mientras que los funcionarios franquistas discutían cómo se podía mejorar el cumplimiento de la ley. Para los mediados de la década, era una rareza una urbanización turística que conformara a las normas de la planificación.»
Tourism, Modernisation, and Difference: A Twentieth-Century Spanish Paradigm Sasha D. Pack University at Buffalo https://www.ucm.es/data/cont/docs/297-2013-07-29-3-07.pdf
Aunque la corrupción que frustra la ley no sea un fenómeno contemporáneo exclusivo de España, sería justo decir que durante y después de la posguerra el nivel de fraude en el país ha batido todos los récords. No digo que no existiera antes. Claro que existe desde el Jardín del Edén, pero sin duda alguna la impunidad con que actuaban durante los años 60, los políticos y empresarios que habían sido buenos servidores del Movimiento Nacional, ha contribuido a la fuerte prevalencia de la deshonestidad en la vida cívica que continúa hasta hoy día.
Lewis publicó Voces del viejo mar en 1984. Lo escribió basado en las notas que tomó cuando vivió en el pueblo pesquero anónimo. En el New York Times de 14/07/85 hizo la crítica del libro una tal Barbara Probst Solomon. Ella acusaba a Norman Lewis de ser nada más que un romántico egocéntrico. Decía que Lewis habría preferido que el pueblo pesquero se hubiera quedado sumido en la miseria que ser transformado en una próspera playa turística. Según ella, era «mejor tener un paisaje contaminado con basura que un estancamiento económico”.
Para mi, esta reseña negativa solo indica que el neoliberalismo norteamericano y la corrupción española del último medio siglo van de la mano. A ninguno de los dos les interesa las consecuencias de un crecimiento económico descontrolado.
Si Norman Lewis es el escritor que captura mejor el espíritu de los primeros momentos del turismo en plena posguerra, no hay duda alguna de que son las últimas novelas de Rafael Chirbes que mejor expresan la repugnancia general que se siente hoy en día por la corrupción y la construcción que han hecho estragos en la costa valenciana. (No hay que olvidar que Voces del viejo mar es un estudio antropológico mientras que los libros de Chirbes son novelas, aunque los dos géneros manifiesten una tendencia a solaparse.)
Chirbes publicó Crematorio en 2007 y el libro se sitúa ahí mismo, en el punto álgido del boom inmobiliario. Rubén es el malo de la película. Tiene 73 años y se ha enriquecido vendiendo «centenares de bungalows prefabricados, edificadas en terrenos dudosamente recalificados como residenciales, en ramblas, en barrancos, bungalows mal cimentados en los que solo se puede vivir durante algunos meses al año, y eso gracias a la relativa benevolencia del clima de la comarca».
Rubén financió sus urbanizaciones con el blanqueo de dinero sucio: dinero que venía directamente de la droga colombiana (los ingresos fueron obtenidos de la venta de la cocaína escondido en los intestinos de caballos importados legalmente al país), rublos que se exportaban ilegalmente de la antigua Unión Soviética y dólares que procedían de las prácticas perniciosas de los mafiosos norteamericanos. Rubén ha hecho todo lo que le haya faltado para enriquecerse. Emplea a inmigrantes sencillos como mano de obra barata y utiliza a criminales rusos para llevar a cabo sus tareas más siniestras. El libro está lleno de personajes moribundos, malogrados, hipócritas, corruptos, criminales, asesinos, adictos y enfermos.
Muchas veces la prosa es soez, grosera y distorsionada, tal cual la vida de los protagonistas. Como el siguiente libro de Chirbes, En la orilla (2013), que cuenta la depresión económica que sigue el boom de la construcción, Crematorio es un tomo denso y de lectura difícil. A propósito el autor hace caso omiso de la mayoría de las reglas de la puntuación. Ambos son libros de cuatrocientas veinte páginas sin párrafos y sin comillas. Son intencionadamente complicados de leer. Tratan de temas incómodos: las reglas de la sociedad están rotas y el autor ha abandonado las reglas de escribir.
En la obra de Chirbes, la construcción se lleva toda la naturaleza por delante. Los naranjales son arrancados de cuajo, los cipreses y los pinos centenarios son cortados de raíz, las cepas de moscatel son extirpadas, los pozos de donde se extraía agua fría y refrescante son tapados y sellados y los huertos son convertidos en campos de hormigón. Desaparecen también los restos históricos: las ruinas árabes y romanas, (las acequias, las murallas, las albercas etc) son sepultados debajo de las nuevas urbanizaciones.
Chirbes no trata directamente de la protección del mar pero menciona la actitud de indiferencia de los constructores para con los pantanos costeros; las marismas sirven de basurales; incluso son sitios útiles para tirar los cadáveres de los infortunados que han estorbado las actividades de los mafiosos locales. En el primer capítulo de En la orilla dos perros asilvestrados luchan por una mano humana que ha surgido de una marjal.
La lucha para salvar el Mar Menor

Hasta ahora los políticos no han hecho nada para prohibir el flujo de sustancias químicas al Mar Menor. Parecen contentos de reñir entre sí. Una vez más son los vecinos quienes han tomado la iniciativa. Una alianza de vecinos, ecologistas y abogados reclama que se dote al Mar Menor de personalidad jurídica. Es una estrategia extraordinaria que pretende que la laguna cuente con el derecho a existir y a defenderse, como a cualquier otra persona o empresa. Este derecho implica que, desde su aprobación en adelante, todas las partes constituyentes del Mar Menor, el agua, todos los organismos que contiene naturalmente y el suelo que lo circunda deberán estar dejados en paz y que cualquier daño sea remediado. El primer paso para que esta demanda se admita a trámite hay que obtener 500,000 firmas de votantes españolas antes del próximo 28 de octubre. Si la petición llega a esta cifra, puede ser presentada al Congreso de los Diputados. Aun así, esto solo garantiza que el asunto se debate en el Congreso. Si se obtienen las rúbricas necesarias y el Congreso le da luz verde a la propuesta, los derechos de la albufera podrán ser defendidos ante los tribunales de justicia. En el momento de escribir ya se han recogido unas 300,000 firmas y los organizadores confían en que van a ser capaces de obtener la cantidad demandada por la ley dentro del período especificado.
La masificación del turismo, la eterna construcción, la desalinización del agua, la descarga de la salmuera envenenada y la intensificación de la producción agrícola están todos vinculados. No es posible resolver uno de estos problemas descomunales sin encarar los otros.

En muchos sitios “tourist” se ha hecho una palabrota y hay un descontento público creciente.
Sin embargo, el turismo va a continuar de una manera u otra, pero en este momento el gobierno debería anunciar una moratoria sobre la construcción porque los ecosistemas ya no pueden con el estrés de las aglomeraciones de tantas personas en las Costas. Mucha gente local cree que el gobierno debería ir aún más lejos y hacer lo impensable: iniciar un proceso de expropiación de edificios costeros inapropiados, proceder inmediatamente al desmantelamiento de estos y comenzar un programa de retorno de la vida silvestre en estas zonas, cueste lo que cueste.



















