¿Qué anda mal en la psicología de los ingleses?

Desde que murió mi padre el año pasado le he dedicado muchas horas pensando en sus manías, sus obsesiones y el fundamento de sus creencias políticas.

Durante estas reflexiones lo que me ha llamado la atención es lo mucho que él y yo hemos coincidido, y cuanto yo he heredado de sus aficiones, sus hábitos de pensar y los rasgos de su personalidad.

Por ejemplo, para entender mejor el mundo que nos rodea ambos llegamos a la misma conclusión: que era importante aprender otro idioma.

La razón más importante por la cual yo elegí el castellano fue para que yo pudiera entender a la gente española y para que los españoles me entendieran a mí cuando yo estaba de vacaciones en su país. Al principio, igual que muchos otros ingleses, yo hacía turismo en España por el simple motivo que el clima es un alivio. Él de por aquí es muy deprimente a veces. La mayoría de nuestros días los pasamos viviendo debajo de cielos encapotados, plomizos y grises. Me sorprende que no haya más casos de trastornos afectivos estacionales.

Para mi padre la elección de un idioma segundo se cimentaba en otros fundamentos, por cierto más profundos que los míos. Los británicos de su época no andaban obsesionados por sus vacaciones veraniegas en el extranjero y con quienes pudieran cruzarse en las playas mediterráneas y como les fuera a dirigir la palabra. Acaban de luchar contra los alemanes en una guerra sin cuartel y solo habían ganado por los pelos. Habían tenido que sacrificarlo todo para que sobrevivieran como nación, cultura y pueblo. Había sido un conflicto bélico de vida o muerte. Durante seis años habían vivido bajo la amenaza de su inminente extinción. Habían tenido que matar a ellos o ser matados por ellos.

Pero después de la guerra mi padre se puso a pensar y se sorprendió a si mismo. Cayó en la cuenta de que, en vez de odiar a los alemanes, el deseaba saber más de su historia. Y poco a poco se llenaba de curiosidad. ¿Cómo fue que la gente común alemana se hubiera visto obligada a seguir a un hombre loco como Hitler, un tirano que creía que podía conquistar y gobernar al mundo? ¿Cómo fue que un dictador pudiera embrujar o hechizar a un pueblo entero con sus ideas totalitarias y obscenas? Para mi padre el hecho de que un pueblo pudiera intentar llevar a cabo la eradicación de otro fue alucinante, increíble, inverosímil.

Quería saber lo que los alemanes de la posguerra pensaban de nosotros. Y poniéndose a pensar él, se dio cuenta de que había un mundo de diferencia entre los nazis y los alemanes normales. Quería entender a la gente alemana, no porque quería echarles la culpa de la guerra sino porque estaba intrigado por ellos. Decidió que comenzaría por aprender su idioma. Decía que si quieres conocer a un pueblo tienes que ser capaz de conversar con ellos en su propia lengua, o por lo menos, entenderlos en su propia lengua.

Y lo hizo todo en un espíritu de conciliación. Quería saber lo que se tendría que hacer para que no se volviera a producir otra guerra de exterminio mutuo, otra conflagración tan cruenta entre los países de Europa. Como muchos soldados que habían participado en la lucha contra el totalitarianismo, se hizo uno de los incondicionales de las Naciones Unidas, del Mercado Común, de la Unión Europea, y la OTAN. Yo conocía a muchos de sus amigos y la mayoría de ellos pensaban igual. Aunque parezca inverosímil, el espíritu de reconciliación era mayor entre sus contemporáneos (la generación que acaba de morir) que en la siguiente: la generación cerril de la posguerra, la generación que votó por el Brexit.

Mi padre no puso en marcha sus deseos de aprender alemán hasta el comienzo de los años sesenta, a la edad de 45 años. En aquél entonces la BBC ponía cursos de alemán en la radio los sábados por la mañana. Teníamos una grabadora de carrette Grundig, una famosa marca alemana, y mi padre me pidió que yo le grabara todos los episodios. Recuerdo que hubo dos series, Der Arme Millionär y Es Geht Weiter. Intenté seguir Der Arme Millionär: Es la historia de un millonario que se siente aislado y solitario; no tiene amigos auténticos, sólo gente falsa y traicionera, parásitos atraídos por el dinero. De repente el millonario tiene una idea de bombero. Decide disfrazarse de una persona pobre y humilde para que pueda mezclarse con la gente corriente y así aprender a llevarse mejor con el prójimo.

A principios de la década de los setenta mi padre se unió a una pequeña asociación senderista franco-alemana poco conocida en este país. Se llamaba NaturFreunde en alemán, Friends of Nature en inglés, y Amigos de la Naturaleza en castellano. Era un grupo dedicado a la conservación del medio ambiente, a la paz y al entendimiento internacional. También la asociación tenía una red de cabañas en las montañas de Francia y Alemania que él y mi madre aprovechaban a tope.

Mi padre trabajaba de administrador en el ayuntamiento y le gustaba organizar cosas. Poco a poco iba avanzando en los Amigos hasta que se hizo secretario británico y en 1984 organizó el congreso internacional de la asociación en Brighton, el primero que tuvo lugar en este país.

Murió a los 98 años. Padecía Alzheimer.

La acción militar de la Segunda Guerra Mundial terminó en 1945 pero no ha cesado nunca el combate en la pantalla grande. Se han rodado miles de pelis triunfalistas sobre la manera en que nos hemos mostrado más listos que los alemanes y las muchas veces en las que les hemos dado una paliza tremenda.

Incluso tenemos un canal televisivo dedicado a repetir continuamente documentales sobre Hitler y los nazis y la ingenuidad que nosotros utilizábamos para vencerlos.

¿Que pensaba mi padre de esta denigración constante de los alemanes; esta guerra cinematográfica de nunca acabar? Pues, el decía que había una faceta siniestra de la manera en la que se representaban los alemanes en el cine. Los personas que el conocía no eran cabezas cuadradas que obedecian órdenes sin cuestionarlas, no eran más crueles que otras naciones, ni robots sin emociones.

No os voy a decir que mi padre fuera un santo, que no disfrutara de una buena película que trataba sobre la Segunda Guerra Mundial. Me llevaba consigo a ver varias y recuerdo que el lo pasó pipa viendo El puente sobre el río Kwai (1957), Los cañones de Navarone (1961) y el excelente pero menos conocida en España, Fugitivos del desierto (Ice cold in Alex en inglés) (1958).

Pero mi padre siempre preguntó: “¿Cúal ha sido el efecto a largo plazo en nuestra psicología colectiva de tal inundación de propaganda antialemana?”. Para él, la respuesta era fácil. Si repites algo las veces suficientes vas a acabar creyéndotelo.

Decía también que hay que sospechar de las personas que disfrutan tanto de la certeza moral engendrada por la Segunda Guerra Mundial y que se sienten nostálgicas de lo que imaginan era la honradez de los años 40. La década se ha vuelto un refugio y mundo ilusorio para la gente infeliz. La mera existencia de estos dos lustros les absuelve de los errores que pudieran haber cometido, les rescata de las vidas infelices que hubieran llevado, les exculpa de cualquiera de las malas decisiones que hubieran tomado. Cuando regresan mentalmente a los años 40 están creando una fantasía en la que ya no les importan sus desilusiones personales,  porque, al fin y al cabo son ingleses. Son los heroes, los buenos de la pelicula, los ganadores de la lucha, son la gente que se plantó y dijo no pasarán. A estas personas les gusta mirar atrás, regodeándose en la victoria de los Aliados, nostálgicas todas por la seguridad de los supuestos valores éticos que se prevalecían después de la derrota de los nazis. Habían vencido al diablo de Hitler, sus mujeres podían volver a la casa para hacer las cosas que ellas hacían major, podían dar las gracias a Díos por su ayuda y no tenían que soportar esa chusma de gays, lesbianas, bisexuales y gente de trans.

No les gusta aceptar que puedan ser partidarios de un mito parcial. Sí, es verdad que sobrevivimos la guerra gracias a la Fuerza Aérea Británica y su valentía, defendiéndonos en la Batalla de Inglaterra, pero no nos salvamos solo por su destreza y valentía. También nos ayudó a resistir a los nazis una casualidad geográfica y un error por parte de los invasores. Sí, es verdad que la Batalla de Inglaterra fue una lucha heroica que contribuyó mucho a que Adolf Hitler postergara sus planes para la invasión y se concentrara en el frente oriental PERO no menos importante fue el foso de 30 kilómetros de ancho que nos separaba de la costa francesa.

Incluso estos patriotas convierten las derrotas en victorias. Pongo por ejemplo la famosa evacuación de Dunquerque. En 1940 la Fuerza Expedicionaria Británica (BEF) fue enviada a Francia para ayudar a las tropas francesas. Pero los políticos y militares británicos subestimaron a las fuerzas alemanas que  aislaron la BEF y la derrotaron fácilmente; a los británicos solo les quedó la opción de replegarse y retirarse a las playas de Dunquerque mientras el ejército francés ayudó a cubrir su retirada. Murieron 3,500 soldados británicos, los alemanas capturaron hasta 100,000 prisioneros y las fuerzas armadas británicas perdieron cientos de aviones, barcos y vehículos. Dunquerque fue un desastre, una derrota total, pero eso no se debe decir en voz alta. Solo puedes referirte a la flota de barcos pequeños que se lo arriesgó todo para recoger los soldados del infierno de las playas francesas y devolverlos a casa.

La semana pasada yo visité un pequeño pueblo en el norte de Inglaterra. Los vecinos estaban montando “un fin de semana de los años 40”. Aunque me cruzaba con varias personas en el pueblo que se estaban vistiendo con el atuendo civil típico de la época, todas las atracciones que se habían montado alrededor del Castillo tuvieron que ver específicamente con los años 1939 – 1945, los años de la Segunda Guerra Mundial y todos los hombres (porque fueron todos hombres)  que se encargaban de las exhibiciones de armas, de radiocomunicaciones, de vehículos de guerra y de escenificaciones de campamentos militares, estaban luciendo uniformes de combate caqui. La mayoría de estos hombres eran mucho mas viejos y corpulentos que los chicos que fueron llamados a filas en 1939 y la tela usada en cada uno de sus disfraces militares habría servido para la confección de dos uniformes para esos antiguos compañeros de armas.

Seguro que estos aficionados de la guerra se encontrarán entre el público a la cabeza de la cola para ver la ultima peli que aborda otro nuevo aspecto inesperado de la derrota y humillación de los alemanes.

Así se continúa la romantización de la Segunda Guerra Mundial y la mitificación del clima moral de los años siguientes. Y cuando los baby boomers no están viendo la última épica cinematográfica antialemana están votando por el Brexit. No participaron en la Segunda Guerra Mundial pero sí celebran la xenofobia institucional que han fabricado ellos, miembros de  la generación que vino después.

Esto es lo que anda mal en la psicología de los ingleses.

Joaquín Sorolla, Maestro de Luz

Acabo de salir de la Galería Nacional de Londres donde visitaba la exposición del pintor español, Joaquín Sorolla, la primera muestra de su trabajo en Londres desde 1908.

Es imposible decir nada nuevo sobre este genio. Es un retratista talentoso y un costumbrista célebre, pero sobre todo es un impresionista rompedor que desarrolla una técnica pictórica que el llama Luminismo, una técnica a través de la cual ha ganado la etiqueta de Maestro de Luz, y así se titula esta exposición londinense.

La técnica se observa mejor en la depicción de la luz en los cuadros realizados sobre temas asociados con la vida marítima cotidiana de su amada Valencia. Se le nota en la luz del sol filtrado por un emparrado bajo el cual la familia de un pescador remenda la vela de su barco, en el brillo de los cuerpos de los niños desnudos que juegan en el mar, y en el relucir de las escamas de los atunes que los pescadores descargan de sus barcos.

Sin embargo, los temas en los que la técnica se utiliza no son exclusivamente valencianos. En Encajonando pasas de 1901 la luz es un rayo cegador que entra por la ventana y corta en dos la oscuridad del suelo de una fábrica andaluza.

Esta técnica desarrollada y perfeccionada en las escenas cotidianas de la playa valenciana a orillas del mar mediterráneo, aliada con sus lienzos de denuncia social y su depicción de temas costumbristas son los ingredientes que garantizan su éxito, especialmente en Estados Unidos.

El otro ingrediente esencial en este cóctel exitoso es su instinto económico.

Muchos pintores que ahora son famososísimos, tuvieron sus obras rechazadas por el público durante su vida. Otros murieron desconocidos y pobres. Piensa en Vermeer, Monet, Toulouse-Lautrec, Van Gogh y Modiglani por no poner más que unos ejemplos. Joaquín Sorolla no es uno de ellos.

Lo que diferencia a Sorolla de estos pobres diablos es su ojo puesto en la mejor oportunidad. El siglo decimonónico es una época de la denuncia social en las artes y Sorolla sabe aprovecharse de este género.

Y lo hace utilizando su cuadro ¡Otra Margarita! de 1892: una mísera mujer que ha sido detenida por matar a su hijo está siendo escoltada a prisión en un escueto vagón ferroviario de tercera clase por dos guardias civiles fríos y aburridos que tienen que hacer un gran esfuerzo para mantenerse despiertos. El año que sigue la creación de este cuadro lo manda a la Exposición Mundial Colombina, una muestra universal que tiene lugar en Chicago para celebrar los 400 años desde la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo.

Desde el punto de vista económico, esto es lo que da comienzo a su gran éxito comercial estadounidense, un golpe de marketing tremendo. No quiero decir que su arte no sea el trabajo de un genio, simplemente que, a diferencia de muchos otros artistas, el sabe muy bien como promocionar sus propias habilidades artísticas, utilizando como vehículo uno de los géneros más en boga.

¡Otra Margarita! es la primera de sus obras exhibidas en Estados Unidos y está muy bien recibida y su popularidad es tal que el lienzo nunca vuelve a España.

En su exposición londinense de 1908 Sorolla conoce a su mecenas más importante, Archer Milton Huntington, el fundador de la Hispanic Society of America que le invita a exhibir en Nueva York el año siguiente. La exposición es una sensación, un éxito fenomenal en el que Sorolla vende 195 cuadros, recibe 25 comisiones de retratos y está invitado a la Casa Blanca donde el presidente William Howard Taft, otra persona que entiende la importancia de una buena imagen, le encarga su propio retrato. Todas las galerias estadounidenses luchan por conseguir su propio Sorolla. Siguen otras exposiciones norteamericanas en que sus lienzos se venden como churros.

En 1910 la Hispanic Society of America bajo el mando de Huntington encarga a Sorolla una serie de 14 murales que van destinados a decorar la biblioteca de la institución, una enorme superficie de 210 metros cuadrados. Una vez terminadas, estas pinturas representarán un panorama de las regiones de España, una manifestación pintoresca y romántica en que todas las gentes del país aparecerán vestidas en indumentarias supuestamente indígenas, una idealización mítica de la vida del pueblo español para un público norteamericano fascinado por las culturas nobles del viejo continente.

Este encargo de retratar a todas las gentes de España representa una tarea fenomenal y Sorolla tiene que dedicar el resto de su vida a viajar por España grabando en óleo las imágenes de la gente vestida en el estilo deseado por la Hispanic Society of America.

Sorolla hace lo que ya han tenido que hacer muchos románticos del siglo diecinueve; se ve obligado a inventar tradición. Como la burguesía nacionalista gallega de las postrimerías del siglo diecinueve, para justificar su reivindicación de la independencia, inventa para si misma una estirpe celta para diferenciarse de los otros habitantes de la península ibérica o como Walter Scott inventa la falda escocesa en tela a cuadros para la visita de su majestad George IV a Edimburgo en 1822 en un intento de enoblecer a los súbditos escoceses del la corona, Sorolla emplea una licencia poética según la cual él retrata romanticamente a los varios grupos de campesinos españoles como si todos andan vestidos diariamente en unos extravagantes atuendos pueblerinos. Algunas veces tiene que traer los trajes tradicionales consigo para que los campesinos puedan ponerselos para posar ante el caballete.

En 1920 a los 57 años, después de casi una década de trabajar en este proyecto tan agotador y extenuante, Sorolla padece un ictus y muere tres años más tarde.

Tras su muerte el modernismo se lleva todo por delante y el mundo se olvida de Sorolla. En España es eclipsado por pintores como Dalí, Picasso y Miró. Esta exposición le rescata de nuestro olvido colectivo. Que placer redescubrir este genio y la próxima vez que me encuentre en Nueva York me prometo una visita a la Hispanic Society of America.

¿Dónde estás Supermac cuando más falta haces?

(una traducción al inglés se encuentra abajo)

El partido conservador se fundó en el año 1834. Era una agrupación política que emergió de los partidos Whig y Tory, los dos partidos mayoritarios del siglo dieciocho. Ambos creían en una monarquía constitucional pero ninguno de los dos atendían suficientemente bien los intereses de la nueva burguesía a la que la revolución industrial había dado lugar. El principal fundador del partido fue Robert Peel, el Ministro de Interior que introdujo el primer cuerpo de policía del país. 

Hoy en día los contrincantes de los Conservadores siguen llamándoles Tories. Dicen que son nada más que los representantes de la clase dominante. Por lo general, esto es un insulto y distorsiona la verdad sobre la filosofía política mayoritaria del partido. Es verdad que tienden a responder a cambios inevitables en la sociedad y no andan iniciando políticas que ellos no creen necesarias, pero no son (siempre) los malos de la película.

Uno de los ideólogos más importantes del nuevo partido en el siglo decimonónico fue Benjamin Disraeli y la obra literaria que escribió en 1848, Sybil, ayudó a definir su filosofía política. Sybil, subtitulada, “Las dos naciones”, fue una aceptación de que el país estaba dividido en dos partes. Fue una llamada a todos los miembros del Partido Conservador para que se enfrentaran a los hechos.  En vez de una nación unida en la que todo el pueblo trabajaba hacia el bien común, la realidad era que había dos naciones que vivían una al lado de la otra, cada cual independiente de la otra.

En Sybil uno de los protagonistas proclama que hay, «Dos naciones, entre las cuales no hay ni trato ni entendimiento; la una está tan ignorante de los hábitos, pensamientos y sentimientos de la otra como si fueran moradores de zonas diferentes, o habitantes de planetas distintos; seres que pertenezcan a una estirpe alienígena, que se nutran de alimentos distintos, que tengan maneras distintas y que no sean gobernadas por las mismas leyes».

Los efectos de aquel análisis persisten todavía en la terminología del partido. Hoy en día todo candidato conservador que quiera ser elegido tiene que profesarse un adepto de “One Nation Conservativism”, el conservadurismo de una sóla nación, un miembro de un partido unificador.

Sybil fue un reconocimiento de que hacían faltan reformas para mejorar las condiciones de trabajo y aumentar las provisiones de la Poor Law, el sistema que aliviaba los sufrimientos de los indigentes: los que no tenían ni techo ni trabajo.

Los conservadores del siglo diecinueve no fueron socialistas, ni mucho menos; su programa electoral no formaba parte de una cruzada política; sus diputados solo querían mejorar las condiciones de la clase obrera justo lo suficiente para impedir una posible sublevación de las masas. No fue una coincidencia que el libro se publicara tan justo después de que apareciera la obra maestra de Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, en la que el autor dió a conocer las estadísticas alarmantes sobre la tasa de mortalidad entre los trabajadores y sus familias, la prevalencia de las epidemias mortíferas que ocurrían con frecuencia en sus barrios abarrotados, la bajisima calidad de sus cortas vidas y las condiciones abominables en que fueron forzados a trabajar.

Tampoco hay que olvidar que 1848 fue un año de revoluciones proletarias por toda Europa. Aunque el éxito de esta oleada revolucionaria fue poco duradero, las sublevaciones pusieron los conservadores sobre aviso.

Así que las políticas del partido eran un intento de frenar la propagación de ideas de revolución a las que pudiera dar lugar la obra de Engels en este país; fue una típica reacción conservadura a los acontecimientos de la época.

Del mismo modo, la ampliación de la franquicia electoral en el siglo veinte tambien forzó al Partido Conservador a popularizar su enfoque político y dirigirse directamente a las clases media y obrera utilizando un estilo menos altivo y paternalista.

En el siglo veinte, con el ascenso de los partidos Laborista y Comunista se hacía cada vez más imprescindible que el Partido Conservador aceptara la visión de un estado de bienestar.

Así que, desde los años cuarenta, los líderes del partido intensificaban sus pretensiones de ser considerados como Conservadores de una Sola Nación.

Quizá el mayor representante de esta ideología durante este período fuera Harold MacMillan, el primer ministro conservador entre 1957 y 1963. Había servido en las dos guerras mundiales y había sido herido tres veces; en dos ocasiones casi se muere. Fue un hombre valiente y modesto y algo fuera de serie.

Sin embargo en la jerga de la clase alta y media alta de entreguerras Macmillan fue considerado un “dull dog”, un perro aburrido, un tipo poco espectacular. Soltaba unas monsergas verdaderamente impresionantes, capaces de hacer dormir a cualquiera. Recibió el apodo irónico de Supermac. Pero, si pudieras mantenerte despierto durante sus peroratas te habrías dado cuenta de que ellas contenían unas verdades muy importantes. MacMillan como Peel y Disraeli, sabía que tanto el gobierno conservador como el país entero tenía que reconocer que los tiempos estaban cambiando y todos tuvieron que adaptarse a la nueva realidad. Una de sus discursos más significativos fue pronunciado en el parlamento surafricano en 1960 durante una visita oficial.

El discurso se ha dado en llamar “El discurso del viento de cambio”, “The Wind of Change Speech”. En las palabras de MacMillan, «El viento de cambio está soplando por este continente y que nos guste o no nos guste, este crecimiento de conciencia nacionalista es un hecho político. Debemos aceptarlo como un hecho, y nuestras políticas nacionales tiene que asumirlo.» Fue una súplica a los estados imperialistas que debieran reconocer que las naciones coloniales africanas estaban exigiendo su independencia y tenían el derecho de autogobierno.

El gobierno británico ya había otorgado la independencia a varios paises africanos. La República de Suráfrica había sido el primero en 1910. Solo entre enero y diciembre de 1960 diecisiete naciones subsaharianas consiguieron la independencia de sus antiguos colonistas europeos.

MacMillan sabía que dentro de unos lustros, nuestro país, igual que los otros antiguos poderes coloniales, tendría que adaptarse a una nueva realidad política y económica.

Era un hombre visionario y valiente. Durante su visita a Suráfrica no solo había anunciado el fin de la época de imperialismo sino también había hablado francamente de los males del sistema de apartheid.

En 1961 Macmillan solicitó la entrada del Reino Unido (RU) en la Comunidad Económica Europea (CEE), como se denominaba la Unión Europea (UE) en aquel entonces. MacMillan sabía que el RU ya no podía contar con el suministro continuado de las materias primas baratas de las colonias o la mano de obra africana gratis; el imperio estaba llegando a su fin. Ya se había perdido la joya de la corona, La India, y ahora las naciones africanos estaban en vías de independencia. Para mantener su nivel de vida el RU tendría que buscarse la vida como socio de un nuevo bloque económico. La influencia política y la prosperidad económica futura solo podrían obtenerse a través de una nueva alianza con nuestros vecinos europeos.

Desgraciadamente el presidente francés, Charles de Gaulle, utilizó su veto para impeder la adhesión del RU al CEE. De Gaulle decía que el RU estaba demasiado cerca de Estados Unidos y que esto llevaría a que los norteamericanos tuvieran una influencia inoportuna e inecesaria en un CEE que estaba todavía en su infancia.

El entonces líder del partido laborista, Hugh Gaitskell, también opuso la incorporación del RU a la CEE. Dijo que tal ingreso implicaría, “el fin de mil años de historia”, un punto de vista que MacMillan desestimó, llamándolo una expresión de un “socialismo insular”. No cabe duda de que MacMillan habría dicho algo parecido en cuanto a la actitud del actual líder del partido laborista, Jeremy Corbyn, un hombre que ha hecho todo lo posible para garantizar la salida del RU de la UE. Por mucho que ahora despreciemos el papel que Tony Blair desempeño en la invasión de Irak, el tiene la cabeza bien puesta cuando habla de los beneficios de quedarse en la unión. De vez en cuando Blair sale en la tele diciendo cosas positivas sobre la Unión Europea pero ya no hay nadie que crea lo que dice. Hemos visto los resultados devastadores de la “intervención” de los aliados en el Oriente Medio y ahora asumimos que todo lo que emane de su boca es mentira o por lo menos un error de juicio. La influencia que ejercía sobre el electorado británico se ha esfumado. Su liderazgo del Partido Laborista no solo fue una catástrofe para el Medio Oriente sino también para la solidaridad y prosperidad de Europa. Qué prometedor el comienzo de su carrera politica, qué aplastante su victoria sobre los conservadores en 1997, qué trágica su caída en desgracia.

MacMillan nunca fue un héroe de la derecha del partido conservador. Fue despreciado por la derecha y ridiculizado por la izquierda. Fue un centrista que reconocía las necesidades políticas y económicas del momento y los cambios que hicieron falta para remediar las problemas de un mundo cambiante. Fue un diplomático talentoso y considerado: un hombre en el molde de Robert Peel: ni populista, ni imprudente; un hombre anticuado, un caballero a la vieja usanza.

Ojalá tuviéramos políticos de tal categoría hoy en día.

Where are you Supermac when we need you most?

The Conservative Party was founded in 1834. It was a political grouping which emerged from the Whig and Tory parties, the two largest parties of the 18th century. Both believed in a constitutional monarchy but neither attended sufficiently well to the interests of the new bourgeoisie to which the Industrial Revolution had given rise. The principal founder of the party was Robert Peel, the Home Secretary who introduced the first police force.

Nowadays, the opponents of the Conservatives continue to refer to them as the Tories. They say that they are no more than the representatives of the ruling class. Generally speaking, this is an insult and a distortion of the truth of the dominant philosophy of the party. It is true that they tend to respond to inevitable changes in society and they don’t go around initiating policies which they don’t consider necessary, but they are not (always) the bad guy.

One of the ideologues of the new party in the 19th century was Benjamin Disraeli and Sybil, the book he wrote in 1848, helped to define its political philosophy. Sybil, subtitled ‘The Two Nations’, was an acceptance of the fact that the country was divided in two. It was a call to all the members of the Conservative Party to face up to the facts. Instead of a united nation in which all the people were working together for the common good, in reality there were two nations which lived side by side, each one independent of the other.

In Sybil one of the protagonists proclaims that there are, “Two nations; between whom there is no intercourse and no sympathy; who are as ignorant of each other’s habits, thoughts, and feelings, as if they were dwellers in different zones, or inhabitants of different planets; who are formed by a different breeding, are fed by a different food, are ordered by different manners, and are not governed by the same laws.”

The effects of that analysis persist today in the party’s terminology. These days, every Conservative candidate who wishes to be elected has to profess himself to be a ‘One Nation Conservative’, a member of a unifying party.

Sybil was a recognition that reforms were necessary to improve working conditions and increase the provisions of the Poor Law, the system which alleviated the suffering of the indigent: those who had no work and no roof over their head.

The Conservatives of the 19th Century were far from being socialists; their electoral programme was not part of a crusade; their Members of Parliament only wanted to improve the conditions of the working class in order to prevent an uprising of the masses. It was no coincidence that the book was published shortly after Friedrich Engel’s master work, “The Condition of the Working Class in England”, in which the author made public the alarming statistics concerning the rate of mortality amongst the workers and their families, the prevalence of the deadly epidemics which frequently occurred in their overcrowded neighbourhoods, the abysmal quality of their short lives and the abominable conditions in which they were forced to work.

Neither should it be forgotten that 1848 was a year of proletarian revolutions throughout Europe. Although the success of this revolutionary wave was short-lived, the uprisings made the Conservatives sit up and take notice.

So it was that the politics of the party were an attempt to put a brake on the propagation of any revolutionary ideas to which Engles’ book might give rise in this country; they were a typical Conservative reaction to the events of the age.

In the same way, the broadening of the electoral franchise in the 19th century forced the Conservative Party to popularise its political approach and to directly address the middle and working classes in a less haughty and paternalistic fashion.

In the 20th century, with the rise of the Labour and Communist Parties it became more and more necessary that the Conservative Party should accept the vision of a Welfare State.

So it was that, from the 1940s the leaders of the party intensified their claims to be considered as One Nation Conservatives.

Perhaps the greatest adherent of this ideology during this period was Harold MacMillan the Conservative Prime Minister between 1957 and 1963. He had served in the two World Wars and had been injured three times; on two occasions he had almost died. He was brave and modest and rather exceptional.

However, in the upper class and upper middle-class slang of the day he was considered a ‘dull dog’, a very unspectacular man. He delivered some truly dull speeches capable of putting anyone to sleep. He was given the ironic nickname of Supermac. But, if you were able to stay awake during his boring speeches you would have realised that they contained some important truths. Macmillan, just like Peel and Disraeli, knew that both the government and the entire nation had to realise that times were changing and that everyone had to adapt to the new reality. He gave one of his most significant speeches in the South African parliament during an official visit in 1960.

The speech has come to be known as “The Wind of Change Speech”. In the words of MacMillan, “The wind of change is blowing through this continent, and whether we like it or not, this growth of national consciousness is a political fact. We must all accept it as a fact, and our national policies must take account of it.” The speech was a plea to imperialist states that they should recognise that the African colonial nations were demanding their independence and had the right to self-government.

The British government had already granted independence to several African countries. The Republic of South Africa had been the first in 1910. Between January and December of 1960 alone, seventeen sub-Saharan nations had achieved independence from their previous European colonial masters.

MacMillan knew that within the near future our country, along with the other former colonialist powers would have to adapt to a new political and economic reality. He was a brave and visionary man: during his visit to South Africa he had not only foretold the end of imperialism he had also spoken frankly of the evils of the system of apartheid.

In 1961 MacMillan requested British membership of the European Economic Community (EEC), as the European Union (EU) was then known. MacMillan knew that the United Kingdom (UK) could no longer rely upon the continued supply of cheap raw materials from the colonies or free African labour; the empire was coming to an end. India, the jewel in the crown, had already been lost and now the African colonies were on the way to independence. In order to maintain its standard of living the UK would have to make a living as a new partner of a new economic block. Political influence and future economic prosperity could only be obtained through a fresh alliance with our European neighbours.

Unfortunately, the French president, Charles de Gaulle, used his veto to prevent the entry of the UK into the CEE. De Gaulle said that the UK was too close to the United States and this would lead to the Americans having undue and unnecessary influence on a fledgling EEC.

The then leader of the Labour Party, Hugh Gaitskell, also opposed British membership of the CEE. He said that this would mean the end of “a thousand years of history”, a point of view which was scorned by MacMillan, calling it an expression of “insular socialism”. There’s no doubt that MacMillan would have said something similar with regard to the attitude of the present leader of the Labour Party, Jeremy Corbyn, a man who has done everything possible to guarantee that the UK leaves the EU. However much we now despise the role that Tony Blair played in the invasion of Iraq, he has his head screwed on when he talks about the benefits of remaining in the Union. From time to time he appears on television saying positive things about the EU but there is no longer anybody who believes what he says. We saw the devastating results of the allied “intervention” in the Middle East and now we assume that everything that emanates from his mouth is a lie, or at least an error of judgement. The influence he used to exercise over the British electorate has vanished. His leadership of the Labour Party was not only a disaster for the Middle East but for the solidarity and prosperity of Europe. How promising the beginning of his political career, how crushing his victory over the Conservatives in 1997, how tragic his fall from grace.

MacMillan was never a hero of the right wing of his party. He was despised by the right and ridiculed by the left. He was a centrist who recognised the political and economic necessities of the moment and what was needed to remedy the problems of a changing world. He was a talented and considerate diplomat: a man in the mould of Robert Peel: neither populist nor reckless; an old-fashioned man, a gentleman in the old sense of the word.

If only there were politicians of his calibre today.