Abuso infantil: Ian McEwan y Fernando Aramburu, dos interpretaciones

Lecciones es la biografía ficticia de Roland Baines, un hombre que nació, como el autor Ian McEwan, en los años directamente después de la segunda guerra mundial. Como trasfondo a la vida de Roland, la narrativa evoca muchos de los sucesos de la guerra fría, especialmente la división y la subsiguiente reunificación de los dos países alemanes, algo de que Roland fue testigo directo. En este sentido el libro es también una historia informal que se extiende del final de la segunda guerra mundial hasta nuestros días. 

Ian McEwan. Foto: Suzie Howell 2022

El libro comienza con un breve recorrido de su niñez en una base militar libio. Luego la narrativa se concentra en los sucesos de la adolescencia de Roland y sus años como estudiante en un internado británico. 

Aunque, hoy en día, la ley tipifica como delito lo que le pasó allí a Roland, un lío de esa indole no es automáticamente en lo que pensamos cuando nos referimos a lo que se califica de abuso sexual de niños. Este término se suele referir a la prostitución sistemática y organizada de niños menores de edad. Muchas veces, la ironía criminal es que las víctimas son niños que ya viven por su propia protección en algún tipo de orfanato, hogar o centro de acogida a cargo del ayuntamiento o la iglesia. Muchos casos ocurridos durante los años 50 y 60 solo han salido a la luz recientemente, décadas después de los hechos porque en aquella época en la que tuvieron lugar, numerosas personas hicieron la vista gorda o consideraban que los niños que salieron de «hogares rotos» (un término global contemporáneo por niños sin padres o con padres ausentes o simplemente sin remedio) eran unos manipuladores y mentirosos. Además, poca gente creía que los niños que vivían bajo la tutela del ayuntamiento o la iglesia necesitaran protección contra los adultos empleados en las residencias. Es decir, los niños no tenían voz y fueron pocas las personas que tomaran la palabra de un niño contra la de un adulto. 

Y porque se les descreía habitualmente, a nadie se le ocurrió la idea de proporcionar a esos niños un marco jurídico que pudiera haberles protegido.

¿Qué fue lo que dio lugar a esta situación tan seria? Yo digo que tuvo algo que ver con el ambiente social y la mentalidad que imperaba aquí en la estela de la segunda guerra mundial. 

En aquel momento de la historia, la superioridad moral la tenían los que habían vencido a los nazis. Es decir, todos los adultos. Su autoridad fue absoluta e incuestionable.

Que yo recuerde, en la posguerra británica, los adultos, a fuerza de sus sacrificios en la guerra, merecían todo el respeto que les pudiéramos ofrecer. Ellos habían vencido al Diablo (venido a la Tierra en forma de Adolf Hitler) y nos habían rescatado a los niños de un futuro inmensamente cruel bajo el dominio del Tercer Reich. Los adultos se habían arriesgado la vida luchando contra las fuerzas del mal, y así se les había garantizado el derecho de pontificar sobre lo que fuera y lo que no fuera aceptable en nuestro comportamiento pueril. Cualquier adulto, por muy tonto que fuera, por muy trivial que hubiera sido su papel en la caída de Adolf Hitler, seguía sintiéndose con derecho a ser nuestra brújula moral, la luz que guiaba a los niños que aún no habíamos alcanzado la edad de la razón. ¿Cuantas veces, cuando yo había hecho una cosa inaceptable, había yo oído la cantinela reprobatoria que comenzaba con las palabras «¡Yo no peleé en la guerra, exponiéndome al peligro de perderme la vida, para que TÚ pudieras hacer ESO!». Era un reproche ubicuo, omnipotente e inapelable. Exigía una obediencia inmediata y total. En cuanto a los niños la consigna de la época fue, «los niños deben ser vistos pero no escuchados».

Los libros de texto de la historia suelen decir que la psicología de los británicos que emergieron victoriosos de la segunda guerra mundial era positiva y la gente quería elegir un gobierno que les garantizara la construcción de una nueva sociedad más justa, más próspera, y más redistributiva. Mucha gente se había comportado heroica y honradamente durante la guerra y todos querían un mundo más equitativo a cambio de los sufrimientos y sacrificios que habían hecho a lo largo de los seis años de lucha. Por eso votaron por el gobierno socialista que inició en 1948 el nuevo estado de bienestar que incluía un servicio social que proporcionaba atención a los niños no deseados o maltratados físicamente.

Esta es la versión oficial pero no es la historia entera.

Lo que no se tomaba demasiado en serio era la necesidad de proteger mejor a los niños de los más aborrecibles apetitos sexuales de algunos adultos. Existía una creencia generalizada que, en el nuevo mundo feliz de los años de la posguerra esta protección no haría falta. Ya que, a fin de cuentas, el mal había sido expulsado de la Tierra. Tal complacencia dejó libre a los perversos para que camparan a sus anchas, y así lo hacían, o trabajando en los nuevos hogares de niños o frecuentando esos sitios como visitantes respetables como, por ejemplo, políticos, policías o personas de carácter religioso. 

Se subestimaba el gusto que tenían algunas personas, principalmente hombres, por la explotación sexual de niños y niñas.  Tal fue el ambiente de ingenuidad engendrada en la población normal por la euforia de la victoria y por la complacencia moral que acompañaba el aparente restablecimiento de la hegemonía del bien sobre el mal, que sus predilecciones sexuales perversas pasaban desapercibidas. Esta escoria humana se mezclaba con héroes, y así adquirían un respeto que no merecían. 

Sólo quiero subrayar que el clima social que prevalecía en la posguerra daba la razón exclusivamente a los adultos y dejaron a los niños desprotegidos, presas fáciles a la explotación sexual.

Poco a poco las cosas comenzaron a cambiar pero, aun así, se tardó más de medio siglo en producirse la Ley de enmiendas sobre los delitos sexuales del año 2000, una ley que tenía, entre sus objetivos, él de proteger a los menores de sus protectores. Esta ley introdujo el nuevo delito de «mantener relaciones sexuales o participar en cualquier otra actividad sexual con una persona menor de 18 años si se está en una posición de confianza en relación con esa persona». (Esta ley fue sustituida por la Ley sobre los delitos sexuales de 2003 que incluyó la misma protección). 

En su novela Lecciones, Ian McEwan aborda el tema del abuso sexual de los niños desde la perspectiva de la nueva ley.  Pero, a mi me parece que el elige un mal ejemplo, él del ficticio Roland Baines.

El sueño de la mayoría de los quinceañeros es de tener una novia de 10 años mayor, con un cuerpazo de 5 estrellas a quien le gusta tener sexo siete veces al día. La única diferencia en el caso de Roland Baines es que su fantasía adolescente se hace realidad. Le seduce su muy atractiva, pero muy chiflada profesora de piano. El problema es que él solo se da cuenta de que ella está locamente obsesionada con él cuando ya es demasiado tarde. Resulta que el realiza sus sueños en la cama (y aprende a tocar dúos de piano como un consumado profesional), pero el gran inconveniente es que ella le encarcela en su casa, con la consecuencia inevitable que el se ve forzado a desatender sus estudios académicos y como resultado suspende todos sus exámenes finales. 

Como todos los buenos novelistas, Ian McEwan es un buen filósofo moral. Y como todos los buenos filósofos morales, nos insta a resistir las explicaciones simplistas. Roland Barnes, en su edad adulta queda decepcionado con la inestabilidad de su vida emocional y tiene varios candidatos a quienes puede echar la culpa. La búsqueda del culpable es complicada: ¿es la joven profesora de piano que le seduce a la tierna edad de catorce años? ¿Es su madre despiadada que abandona a los hijos de su primer matrimonio para congraciarse con su nuevo marido, el padre de Roland? ¿Es su padre, un oficial del ejército, adicto al alcohol, que es un pobre modelo de masculinidad? ¿Es la esposa que abandona a Roland y a su bebé de dos años para perseguir su propio sueño, eso de convertirse en escritora famosa? ¿Es algo más difícil de identificar: la desintegración de un sistema social en el que los valores familiares tradicionales están siendo socavados por la llegada de la nueva «sociedad permisiva»? Dada la cantidad de variables posibles, a Roland le resulta casi imposible desentrañar las razones de su infructuosa búsqueda de una unión psicológica estable.

Uno de los problemas del libro es que no presenta ningún cuadro clínico creíble. Aunque en pasajes posteriores sugiere que la aventura adolescente le dañó psicológicamente, el texto no aporta ninguna prueba o fundamento convincente, salvo que, en sus futuras relaciones, Roland siente la necesidad de tener sexo todos los días. Naturalmente, esto es algo que tiende a molestar a sus novias, pero para mi, no sería una cosa que sirviera para diferenciarlo de millones de hombres normales, la mayoría de los cuales consiguen sublimar con éxito sus apremiantes impulsos diarios con la masturbación frecuente. Hay poca constancia de que el adulto Roland siga mostrando signos o síntomas de abuso sexual. Además, no ha desarrollado rasgos de carácter negativos. Crece y se convierte en un hombre amable, simpático, compasivo, culto y cariñoso, un buen padre y poeta. ¿Cuál es su problema?

Incluso se pueden señalar aspectos positivos de su relación ilícita con la profesora: con ella aprende el gozo y el placer del sexo. Al mismo tiempo, aprende lecciones negativas no menos importantes: que siempre hay que tener cuidado con lo que se desea y que es esencial descubrir cuanto antes lo que realmente NO se quiere en la vida.

Además, se da la sensación de ser un libro sobrecargado de temas y así tiende a perder definición. ¿Es una historia política de la segunda mitad del siglo veinte hasta nuestros días, una historia que se concentra en la guerra fría y sus efectos duraderos? ¿Es una reflexión sobre el maniqueísmo de las leyes sobre los delitos sexuales, o es un libro más ambicioso: un libro de lectura de filosofía moral para el siglo 21? ¿Es una historia social de la evolución de la familia británica moderna? ¿Es que el autor está añadiendo su influencia al clamor en contra del calentamiento global? ¿O es que el libro es de un autor que teme que se le haya olvidado incluir en su obra muchos temas y cree que debería hacer un último esfuerzo para incorporar todas las cuestiones que le quedan por abordar antes de que se muera y su voz quede extinguida para siempre?

Compáralo con el reciente libro de Fernando Aramburu, Los vencejos, en el que un hombre de mediana edad, profesor de filosofía de instituto, relata su vida a través de las entradas de su diario.

Fernando Aramburu. Foto: Climent Sostres 2017

Es un libro más largo que él de McEwan, de unas 700 páginas, pero es uno de esos tomos que no quieres que se acaben nunca. Es la historia de la vida de Toni, otro hombre que se queda abandonado por su mujer. No le deja por su arte, que es el caso de la de Roland Baines, sino por otra mujer. Su matrimonio ha sido el último de una serie de fracasos. Toni cree que, aunque su vida ha sido un desastre, esto no es un accidente que le ha ocurrido específicamente a él, ni por circunstancias ni por mala suerte. La vida es un valle de lágrimas y la derrota es una característica incesante, universal e ineludible de la condición humana. Juzga que la existencia es una mierda y decide terminar voluntariamente con la suya. No vale la pena que siga viviendo, y así ir prolongando la miseria. Busca la muerte por alivio y no en espera de resurrección. Es ateo como Roland.

No obstante, decide que continuará con el calvario que es su vida por un año más, un período durante el cual escribirá en una libreta todo lo que le pase cada día. Su diario le lleva a recordar episodios de su vida que iluminan su pasado.  Los rememora de manera no lineal, igual que lo hace Roland Baines.

Conforme vamos leyendo las entradas en su diario nos damos cuenta de lo dañado que es Toni como resultado del maltrato infantil que sufrió. Fue testigo de mucha violencia de género en su familia de origen. No solo tuvo que soportar su madre la violencia machista de su marido sino que también Toni y su hermano fueron victimas de agresiones a manos de su padre que lindaban con abuso sexual. Sus experiencias en casa los marcaron de por vida. En el caso de Toni, él siente que toda su vida emocional ha sido ingrata. No parece que sepa formar amistades cariñosas duraderas, y ve el mundo como un sitio que le rechaza.

Aunque Toni es profe de filosofía no es de nada pretencioso. Tampoco se mueve en círculos tan intelectuales o vive en barrios tan progres como los de Roland. Lleva una vida más sórdida pero no menos intelectual que la de Roland pero, a diferencia de él, no le interesa resumir la historia de la civilización occidental, ni hacer una recopilación de los eventos políticos de la España contemporánea,  aunque inevitablemente los sucesos nacionales le impactan y de vez en cuando los comenta y nos entretiene con sus observaciones. 

Como Roland, Toni es sincero, pero muy sincero. Sus confesiones son brutales. No esconde ninguno de sus vicios. Escribe con sarcasmo e ironía. Dice las cosas como un hombre que sabe que solo le cabe un año de vida, que él tiene fecha de caducidad. Dice las cosas sin tapujos y con su propio estilo de humor negro.

McEwan intenta demostrar que el maltrato infantil puede ser sutil pero, al hacerlo, crea un ejemplo débil que falta a la verdad. En cambio, el libro de Aramburu es más concreto y más convincente y, sobre todo, entrañablemente divertido.

¿Qué anda mal en la psicología de los ingleses?

Desde que murió mi padre el año pasado le he dedicado muchas horas pensando en sus manías, sus obsesiones y el fundamento de sus creencias políticas.

Durante estas reflexiones lo que me ha llamado la atención es lo mucho que él y yo hemos coincidido, y cuanto yo he heredado de sus aficiones, sus hábitos de pensar y los rasgos de su personalidad.

Por ejemplo, para entender mejor el mundo que nos rodea ambos llegamos a la misma conclusión: que era importante aprender otro idioma.

La razón más importante por la cual yo elegí el castellano fue para que yo pudiera entender a la gente española y para que los españoles me entendieran a mí cuando yo estaba de vacaciones en su país. Al principio, igual que muchos otros ingleses, yo hacía turismo en España por el simple motivo que el clima es un alivio. Él de por aquí es muy deprimente a veces. La mayoría de nuestros días los pasamos viviendo debajo de cielos encapotados, plomizos y grises. Me sorprende que no haya más casos de trastornos afectivos estacionales.

Para mi padre la elección de un idioma segundo se cimentaba en otros fundamentos, por cierto más profundos que los míos. Los británicos de su época no andaban obsesionados por sus vacaciones veraniegas en el extranjero y con quienes pudieran cruzarse en las playas mediterráneas y como les fuera a dirigir la palabra. Acaban de luchar contra los alemanes en una guerra sin cuartel y solo habían ganado por los pelos. Habían tenido que sacrificarlo todo para que sobrevivieran como nación, cultura y pueblo. Había sido un conflicto bélico de vida o muerte. Durante seis años habían vivido bajo la amenaza de su inminente extinción. Habían tenido que matar a ellos o ser matados por ellos.

Pero después de la guerra mi padre se puso a pensar y se sorprendió a si mismo. Cayó en la cuenta de que, en vez de odiar a los alemanes, el deseaba saber más de su historia. Y poco a poco se llenaba de curiosidad. ¿Cómo fue que la gente común alemana se hubiera visto obligada a seguir a un hombre loco como Hitler, un tirano que creía que podía conquistar y gobernar al mundo? ¿Cómo fue que un dictador pudiera embrujar o hechizar a un pueblo entero con sus ideas totalitarias y obscenas? Para mi padre el hecho de que un pueblo pudiera intentar llevar a cabo la eradicación de otro fue alucinante, increíble, inverosímil.

Quería saber lo que los alemanes de la posguerra pensaban de nosotros. Y poniéndose a pensar él, se dio cuenta de que había un mundo de diferencia entre los nazis y los alemanes normales. Quería entender a la gente alemana, no porque quería echarles la culpa de la guerra sino porque estaba intrigado por ellos. Decidió que comenzaría por aprender su idioma. Decía que si quieres conocer a un pueblo tienes que ser capaz de conversar con ellos en su propia lengua, o por lo menos, entenderlos en su propia lengua.

Y lo hizo todo en un espíritu de conciliación. Quería saber lo que se tendría que hacer para que no se volviera a producir otra guerra de exterminio mutuo, otra conflagración tan cruenta entre los países de Europa. Como muchos soldados que habían participado en la lucha contra el totalitarianismo, se hizo uno de los incondicionales de las Naciones Unidas, del Mercado Común, de la Unión Europea, y la OTAN. Yo conocía a muchos de sus amigos y la mayoría de ellos pensaban igual. Aunque parezca inverosímil, el espíritu de reconciliación era mayor entre sus contemporáneos (la generación que acaba de morir) que en la siguiente: la generación cerril de la posguerra, la generación que votó por el Brexit.

Mi padre no puso en marcha sus deseos de aprender alemán hasta el comienzo de los años sesenta, a la edad de 45 años. En aquél entonces la BBC ponía cursos de alemán en la radio los sábados por la mañana. Teníamos una grabadora de carrette Grundig, una famosa marca alemana, y mi padre me pidió que yo le grabara todos los episodios. Recuerdo que hubo dos series, Der Arme Millionär y Es Geht Weiter. Intenté seguir Der Arme Millionär: Es la historia de un millonario que se siente aislado y solitario; no tiene amigos auténticos, sólo gente falsa y traicionera, parásitos atraídos por el dinero. De repente el millonario tiene una idea de bombero. Decide disfrazarse de una persona pobre y humilde para que pueda mezclarse con la gente corriente y así aprender a llevarse mejor con el prójimo.

A principios de la década de los setenta mi padre se unió a una pequeña asociación senderista franco-alemana poco conocida en este país. Se llamaba NaturFreunde en alemán, Friends of Nature en inglés, y Amigos de la Naturaleza en castellano. Era un grupo dedicado a la conservación del medio ambiente, a la paz y al entendimiento internacional. También la asociación tenía una red de cabañas en las montañas de Francia y Alemania que él y mi madre aprovechaban a tope.

Mi padre trabajaba de administrador en el ayuntamiento y le gustaba organizar cosas. Poco a poco iba avanzando en los Amigos hasta que se hizo secretario británico y en 1984 organizó el congreso internacional de la asociación en Brighton, el primero que tuvo lugar en este país.

Murió a los 98 años. Padecía Alzheimer.

La acción militar de la Segunda Guerra Mundial terminó en 1945 pero no ha cesado nunca el combate en la pantalla grande. Se han rodado miles de pelis triunfalistas sobre la manera en que nos hemos mostrado más listos que los alemanes y las muchas veces en las que les hemos dado una paliza tremenda.

Incluso tenemos un canal televisivo dedicado a repetir continuamente documentales sobre Hitler y los nazis y la ingenuidad que nosotros utilizábamos para vencerlos.

¿Que pensaba mi padre de esta denigración constante de los alemanes; esta guerra cinematográfica de nunca acabar? Pues, el decía que había una faceta siniestra de la manera en la que se representaban los alemanes en el cine. Los personas que el conocía no eran cabezas cuadradas que obedecian órdenes sin cuestionarlas, no eran más crueles que otras naciones, ni robots sin emociones.

No os voy a decir que mi padre fuera un santo, que no disfrutara de una buena película que trataba sobre la Segunda Guerra Mundial. Me llevaba consigo a ver varias y recuerdo que el lo pasó pipa viendo El puente sobre el río Kwai (1957), Los cañones de Navarone (1961) y el excelente pero menos conocida en España, Fugitivos del desierto (Ice cold in Alex en inglés) (1958).

Pero mi padre siempre preguntó: “¿Cúal ha sido el efecto a largo plazo en nuestra psicología colectiva de tal inundación de propaganda antialemana?”. Para él, la respuesta era fácil. Si repites algo las veces suficientes vas a acabar creyéndotelo.

Decía también que hay que sospechar de las personas que disfrutan tanto de la certeza moral engendrada por la Segunda Guerra Mundial y que se sienten nostálgicas de lo que imaginan era la honradez de los años 40. La década se ha vuelto un refugio y mundo ilusorio para la gente infeliz. La mera existencia de estos dos lustros les absuelve de los errores que pudieran haber cometido, les rescata de las vidas infelices que hubieran llevado, les exculpa de cualquiera de las malas decisiones que hubieran tomado. Cuando regresan mentalmente a los años 40 están creando una fantasía en la que ya no les importan sus desilusiones personales,  porque, al fin y al cabo son ingleses. Son los heroes, los buenos de la pelicula, los ganadores de la lucha, son la gente que se plantó y dijo no pasarán. A estas personas les gusta mirar atrás, regodeándose en la victoria de los Aliados, nostálgicas todas por la seguridad de los supuestos valores éticos que se prevalecían después de la derrota de los nazis. Habían vencido al diablo de Hitler, sus mujeres podían volver a la casa para hacer las cosas que ellas hacían major, podían dar las gracias a Díos por su ayuda y no tenían que soportar esa chusma de gays, lesbianas, bisexuales y gente de trans.

No les gusta aceptar que puedan ser partidarios de un mito parcial. Sí, es verdad que sobrevivimos la guerra gracias a la Fuerza Aérea Británica y su valentía, defendiéndonos en la Batalla de Inglaterra, pero no nos salvamos solo por su destreza y valentía. También nos ayudó a resistir a los nazis una casualidad geográfica y un error por parte de los invasores. Sí, es verdad que la Batalla de Inglaterra fue una lucha heroica que contribuyó mucho a que Adolf Hitler postergara sus planes para la invasión y se concentrara en el frente oriental PERO no menos importante fue el foso de 30 kilómetros de ancho que nos separaba de la costa francesa.

Incluso estos patriotas convierten las derrotas en victorias. Pongo por ejemplo la famosa evacuación de Dunquerque. En 1940 la Fuerza Expedicionaria Británica (BEF) fue enviada a Francia para ayudar a las tropas francesas. Pero los políticos y militares británicos subestimaron a las fuerzas alemanas que  aislaron la BEF y la derrotaron fácilmente; a los británicos solo les quedó la opción de replegarse y retirarse a las playas de Dunquerque mientras el ejército francés ayudó a cubrir su retirada. Murieron 3,500 soldados británicos, los alemanas capturaron hasta 100,000 prisioneros y las fuerzas armadas británicas perdieron cientos de aviones, barcos y vehículos. Dunquerque fue un desastre, una derrota total, pero eso no se debe decir en voz alta. Solo puedes referirte a la flota de barcos pequeños que se lo arriesgó todo para recoger los soldados del infierno de las playas francesas y devolverlos a casa.

La semana pasada yo visité un pequeño pueblo en el norte de Inglaterra. Los vecinos estaban montando “un fin de semana de los años 40”. Aunque me cruzaba con varias personas en el pueblo que se estaban vistiendo con el atuendo civil típico de la época, todas las atracciones que se habían montado alrededor del Castillo tuvieron que ver específicamente con los años 1939 – 1945, los años de la Segunda Guerra Mundial y todos los hombres (porque fueron todos hombres)  que se encargaban de las exhibiciones de armas, de radiocomunicaciones, de vehículos de guerra y de escenificaciones de campamentos militares, estaban luciendo uniformes de combate caqui. La mayoría de estos hombres eran mucho mas viejos y corpulentos que los chicos que fueron llamados a filas en 1939 y la tela usada en cada uno de sus disfraces militares habría servido para la confección de dos uniformes para esos antiguos compañeros de armas.

Seguro que estos aficionados de la guerra se encontrarán entre el público a la cabeza de la cola para ver la ultima peli que aborda otro nuevo aspecto inesperado de la derrota y humillación de los alemanes.

Así se continúa la romantización de la Segunda Guerra Mundial y la mitificación del clima moral de los años siguientes. Y cuando los baby boomers no están viendo la última épica cinematográfica antialemana están votando por el Brexit. No participaron en la Segunda Guerra Mundial pero sí celebran la xenofobia institucional que han fabricado ellos, miembros de  la generación que vino después.

Esto es lo que anda mal en la psicología de los ingleses.