Steven Spielberg, ¿Cuál es el propósito de un musical?

Steven Spielberg foto: Gage Skidmore via Wikimedia Commons

Dios mío, he leído unas opiniones pretenciosas sobre el nuevo West Side Story, ninguna de ellas más presumidas que las del propio director.

Spielberg dice que se enamoró del West Side Story a la corta edad de 9 años. Bueno, no le puedo culpar por eso. Yo también, para la edad de 13 años, ya había visto la película doce veces. Cada semana de las vacaciones veraniegas yo tomaba el bus al centro de la ciudad para entregar mi paga semanal a la taquillera del cine Curzon. Nunca me cansé de la música de Leonard Bernstein y la coreografía del ballet de Jerome Robbins. La música y el baile me emocionaban. Por eso es por lo que puedo entender cien por cien como se puede enamorarse de una peli.

Hasta aquel verano yo solo había frecuentado el Embassy, un cine de mala muerte (pero de bajo coste) donde ponían películas antiguas como Gold Diggers of 1933 (1933) con Ginger Rogers y Dick Powell, Road to Morocco (1942) con Bing Crosby, Bob Hope y Dorothy Lamour, y Calamity Jane (1953) con Doris Day. Hasta que, un día, harto de tanta cinebasura trasnochada, me trasladé unos 200 metros calle abajo al Curzon a ver lo que se ofrecía allí. 

West Side Story era otra cosa.  

Cartel de la version de 1961

Steven Spielberg afirma que el objetivo de su remake, era él de hacer que la historia y los protagonistas fueran más fieles a la época de los 50 en Nueva York, sus vidas más detalladas y creíbles y sus personalidades más profundas y redondeadas. Quería hacer lo que él consideraba una versión más aceptable y “menos insultante” al público puertorriqueño.  Añadió un 5 por ciento de diálogo exclusivamente en el español boricua de los 50 y no le dio subtítulos. Igual que hace Abdulrazak Gurnah con el vocabulario suajili de sus novelas, Steven Spielberg no quería que el español se tradujera; creía que si todo el guión hubiera sido exclusivamente en inglés esto habría empobrecido el ambiente auténtico que él intentaba crear. Buscaba actores jóvenes de ascendencia puertorriqueña y les educó en los modismos de sus abuelos. Incluso, para proteger a los sentimientos de la gente boricua, censuró la lírica de la famosa canción, “America”, suprimiendo la copla en la que Anita desea que la isla de su nacimiento se vuelva a hundir en el océano. Su West Side Story sería una peli «correcta», una parábola más apropiada para los tiempos que corren, un musical contra el racismo y la xenofobia. 

Así se expresaba Steven Spielberg, en términos elevados con los que no hay nadie que pueda discrepar y de los que nadie quisiera desmarcarse. No habrá nadie hoy en día que se atreva decir que no a este objetivo porque todo esto es muy loable desde la perspectiva moderna que quiere ser escrupulosamente justa con todos.

PERO sospecho que el motivo fundamental de Steven Spielberg tiene poco que ver con lo que dice. Lo que me confirma en esta opinión es que el anunciara antes del rodaje que esta nueva West Side Story sería su última película. Es decir, para celebrar su jubilación iba a dedicar su obra final a uno de sus primeros amores. Más que nada, su canto de cisne es un acto de homenaje y veneración y, a la vez, un retorno sentimental a su niñez.

Sus motivos políticamente correctos, eso de recurrir a todos los tópicos modernos sobre la igualdad, no parecen convincentes. ¿Desde cuándo ha sido necesario que un musical sea una representación fiel de la realidad? Nadie va al cine a ver un musical en un intento de entender las causas de la delincuencia callejera. A nadie le importa demasiado que la nueva actriz que interpreta el papel de la mujer del líder de los Shark sea más prieta que la Anita de la primera peli. Ni que su pareja de la primera peli, George Chakiris, fuera griego. Y no añade mucho que haya unas cuantas palabras extras en español.

George Chakiris en la versión de 1961

Puede que me equivoque pero no me parece que la nueva West Side Story haya generado gran interés entre los puertorriqueños. Los cambios llevados a cabo por el nuevo director son unas irrelevancias para ellos. Si se sienten ofendidos y ninguneados eso tendrá más que ver con la desafortunada realidad actual de la isla, a causa de la manera negligente en que EEUU ha tratado a su colonia de Puerto Rico a lo largo de los últimos años. En 2015 este territorio estadounidense se vio obligado a declararse en proceso de quiebra por la mala administración de la isla. En 2017, en el espacio de un mes, la isla fue azotada por dos huracanes que causaron miles de muertos y devastaron una economía ya bastante débil. Después de los huracanes vinieron los terremotos, más de 2000 movimientos sísmicos que se cobraron más vidas, derrumbaron más edificios y perturbaron aún más las infraestructuras.

A pesar de que la isla pertenece a una de las economías más prósperas del mundo no se ha recuperado todavía de los daños infligidos por los desastres naturales recientes, la mala administración y el estado de quiebra. Tiene una red eléctrica que aún no se ha restablecido del todo. Más que nunca la gente indígena está abandonando su país para buscarse la vida en EEUU. Hoy en día hay más puertorriqueños en EEUU que en la propia isla y “America” es una canción más relevante que nunca.

¿Es el musical norteamericano el vehículo adecuado para indagar en temas trascendentes? Creo que no. El musical es un género frívolo, una extravaganza de amores, sueños y bailes, un viaje al país de las maravillas. Es una diversión ligera, una cuenta de hadas, un espectáculo de colores vivos lleno de actores jóvenes y bien plantados.  La razón por la que nos enamoramos de los musicales es que son una dosis de algo entretenido, muchas veces azucarado y edulcorado, una píldora dorada, un antidepresivo. La clave está en el nombre: musical.  No hay tal cosa como un musical realista.

Si esto no fuese el caso ya habríamos tenido South Atlantic, un clon de South Pacific, esta vez ambientado en la guerra de las Malvinas. Quizás, también, una North Atlantic que encara la historia de la trata transatlántica de esclavos, una película en la que los esclavos africanos bailan en grilletes a bordo de los barcos negreros. O Indian Ocean, un musical sobre la desaparición de los Maldives debajo de las olas a consecuencia del aumento del nivel del mar ocasionado por el calentamiento global. Nos podíamos haber divertido viendo a los indígenas bailando sobre sus tejados hasta los tobillos de agua de mar. Y ya habría sido hora de un western de canto y danza sobre el genocidio de la gente nativa norteamericana.

Con este reductio ad absurdum, vuelvo al punto de partida. Fundamentalmente, Spielberg está absorto en el romanticismo de una peli de la que se enamoró hace 65 años. Su motivación viene de querer estar entre sus mejores amigos, divirtiéndose con una remodelación de una de las pasiones de su vida. Y le encanta mezclarse con los supervivientes del reparto de 1961. 

Si realmente se hubiera planteado hacer un entretenimiento que añade algo al debate sobre el racismo inherente en la sociedad norteamericana, podría haber intentado rodar algo más parecido a Passing o Queenie and Slim, unas películas modernas que no solo contienen un fuerte mensaje antirracista sino también una banda sonora musical.

“Steven, no tienes que justificar tu deseo de revivir tu niñez recitando todos los tópicos modernos sobre la igualdad. Es evidente que tu anhelo de hacer algo políticamente correcto solo era el pretexto de juguetear con una película que mucha gente cree que ya estaba perfectamente situada en su propia época y no necesitaba que alguien la actualizara.” 

¿Añade algo al original? 

Sí. 3 minutos. Pero la última media hora se hace muy, muy larga.

PD La idea de modificar el diálogo para que los actores se expresen un poco más en su propio idioma me hace pensar en lo que se pudiera hacer con el Romeo y Julieta original de William Shakespeare que se estrenó en 1597. A lo mejor en el futuro habrá una versión nueva del drama original en la que algún director siga el ejemplo de Spielberg y por primera vez en más de 425 años se incorpore al guión un 5 por ciento del italiano auténtico del siglo 16, añadiendo así una nueva nota de realismo a la drama.

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¿Puede que el fútbol sea la clave para erradicar el racismo?

A finales del octubre de 1982 yo estaba de vacaciones en Ibiza. En aquél momento el país estaba metido en una de las elecciones generales más importantes del posfranquismo, unos comicios en los que subirían al poder con mayoría absoluta el Partido Socialista de Felipe Gonzales y Alfonso Guerra. El hotel en que me quedaba hacía las veces del cuartel general del Partido Socialista local. Yo tenía una habitacion en la quinta planta. Una tarde salí del bar en la planta baja justo a tiempo para ver cerrar las puertas del ascensor. Antes de que se cerraran del todo yo entreví al único ocupante, un hombre que yo reconocí como uno de los miembros del equipo electoral del PSOE local.

Pulsé el botón para llamar el otro ascensor. De repente, me dí cuenta de que ya estaba esperando allí una señora inglesa de unos treinta años. La miré sin dirigirle palabra, preguntándole con la mirada: ‹¿Por qué no tomó usted el ascensor anterior cuando tuvo todas las posibilidades de hacerlo?›. Ella entendió el gesto y me dijo, «No quería compartir el ascensor con él. Sabes como son, los machos españoles.» 

No le dije nada pero me pregunté por qué la pobre mujer había decidido tomar sus vacaciones en un país relleno de latin lovers que pasaban la vida soñando con la posibilidad de forzar a una inglesa en un ascensor.

Menciono este episodio sólo por destacar el grado de xenofobia que existía entre la población inglesa de aquél entonces. Para una señora, como la que me encontré aquél día de octubre hace 38 años, estas visitas al Mediterráneo suponían un serio riesgo a su honor. Y ella no era un caso aislado sino una representante de todos nosotros. Éramos una raza insular, en todos los sentidos de la palabra, recelosa y algo paranoide acerca de las intenciones de “los europeos”.  

Me gusta creer que las sucesivas olas de inmigración que hemos tenido desde el final de la Segunda Guerra Mundial han ido disminuyendo nuestra aversión y rechazo a gentes de otros paises, de otro colores, de otras culturas. (Me refiero a los irlandeses, afrocaribeños, índios y paquistaníes, iraquíes, iraníes, afganos, polacos, y otros europeos orientales y mediterráneos — más o menos en ese orden). Me gusta creer que este gran flujo heterogénero ha hecho algo para aminorar nuestros estereotipos de otras culturas: la estupidez de los irlandeses, la inferioridad de los negros, el fanatismo de los musulmanes, y claro, la lujuria de los mediterráneos. Me gusta creer que la dependencia de nuestra servicio nacional de salud (NHS) de los médicos y enfermeros de otras naciones nos ha ayudado a entender que el resto del mundo se parece mucho a nosotros. Me gusta creer que nuestra adhesión temporal a la Unión Europea nos ha vuelto un poco más cosmopolita. 

Me gusta creer estas cosas porque soy un privilegiado miembro de la clase media, un hombre liberal y jubilado que lleva una existencia tranquila y ya no afectada por las vicisitudes de la vida laboral. Creo que, por lo general, nuestra concepción y tolerancia de otras razas ha mejorado PERO en lo más hondo de mi alma yo dudo de que este avance tenga mucho que ver con todos los motivos que ya he mencionado.

Acabo de pasar los últimos tres fines de semana viendo partidos de fútbol en la tele, uno tras otro, y he llegado a la conclusión de que el factor más importante en la reducción del racismo en este país ha sido la afluencia de futbolistas talentosos de todo el mundo. Y punto. No nos importa un pepino que el personal médico de la NHS sea del subcontinente índio ni que la mano de obra en nuestra huertas provenga de la Unión Europea.

No. No hay nada que impresione más al público que un tío que pueda marcar un buen tanto. Se le aprecia por sus habilidades en el terreno de juego y sanseacabó. No le juzgamos ni por su color ni por su cultura. (Esto no quiere decir que fuera del terreno de juego la inmensa mayoría de los futbolistas sean unos capullos, sean como sean sus orígenes étnicos.)

Así es que la única inmigración que se celebra positivamente aquí ha sido la de los futbolistas. Y todo comenzó sobre 1982, el año en que nuestra mujer inglesa vacilaba, indecisa a la puerta de aquél ascensor ibicenco.

Antes de la década de los 80 sólo había un puñado de extranjeros que jugaban en la Premier League (en aquellos años se llamaba The First Division). A la vanguardia había un brillante par de argentinos, Ricardo Villa y Osvaldo Ardiles, que ficharon por Spurs en 1978. 


Argentinos en Inglaterra 1980: Ossie Ardiles (Spurs) Claudio Maragoni (Sunderland) Alejandro Sabella (Leeds) Ricky Villa (Spurs); El Gráfico, autor desconocido

Desde entonces, año tras año, ha ido aumentando el número de foráneos hasta que, hoy en día algunos equipos constan de un 80 por ciento de ciudadanos de otros países. ¿Quién pudiera imaginar ahora un Liverpool sin el egipcio Mo Salah o el senegalés Sadio Mané o cualquiera de los otros catorce miembros extranjeros de la plantilla. ¿O Manchester United sin Juan Mata de España o el brasileño, Fred? Y así es con el resto de los clubes de la Premier League. Todos dependen de un fuerte contingente de jugadores de otros países.

Así es también con los técnicos de los 20 equipos de la Premier League. En este momento 8 de ellos son extranjeros. Hace un par de años había 16: cuatro españoles, dos italianos, un par de portugueses, un chileno, un argentino, un irlandés, un noruego, un austraco, dos alemanes, y un francés. 

También hace un par de anos me llamó atención la entrevista en The Premier League Show de la BBC en que Guillem Balagué, un periodista deportivo catalán muy conocido y respetado en el Reino Unido, habló con Pep Guardiola, el técnico de Manchester City sobre la música que había sido memorable en su vida. Ambos hablaron un buen inglés y pensé que habría sido IMPENSABLE que un par de ingleses se entrevistaran en castellano en la tele española  expresándose con tanto dominio del idioma.

Recuerdo que Guardiola eligió Fiesta de Joan Manuel Serrat, Your Song de Elton John, New York New York de Frank Sinatra, Hotel California de los Eagles y Don’t Look Back in Anger de Oasis, la canción que se cantaba en las manifestaciones de solidaridad que tuvieron lugar en Manchester después del atentado del concierto de Ariana Grande del mayo de 2017.  La mujer y la hija de Guardiola estuvieron allí y salieron ilesas.

A todos estos futbolistas se les tiene mucho afecto. Son la auténtica cara del antirracismo. Son ellos los que han ayudado a insensibilizarnos a las diferencias aparentes y superficiales que en el pasado nos han separado. Son héroes que han sido aceptados y están aquí para siempre. Y ellos se sienten en casa.

Aún queda un largo trecho por recorrer antes de que los ingleses nos consideremos que somos miembros los unos de los otros con respeto al resto del mundo, pero me gusta creer que estamos llegando a tal punto.

…………………….Bueno, al menos en cuanto al fútbol.